Alcubierre: El ingeniero aragonés que dio con Herculano y Pompeya

Alcubierre: El ingeniero aragonés que dio con Herculano y Pompeya

Nacido en Zaragoza y bajo las órdenes del rey Carlos III rescató del olvido uno de los yacimientos romanos mejor conservados del mundo.

El pasado mes de enero se reabría el museo Antiquarium en Pompeya. Junto a los restos arqueológicos de esa ciudad, a pocos kilómetros de Nápoles, ahora pueden admirarse nuevos hallazgos que muestran y narran la historia de esta urbe desde la época samnita (siglo IV a.C.) hasta que quedó sepultada por la lava originada por la erupción del volcán Vesubio entre el 24 y el 25 de agosto del año 79 d.C., según podemos leer en la obra del abogado, escritor y científico de la antigua Roma Cayo Plinio Cecilio, conocido como Plinio el Joven. De hecho, los romanos ignoraban la existencia de volcanes. Para ellos, el Vesubio era un monte que consagraron al héroe divino Hércules.

Sin embargo, las últimas investigaciones a partir de hallazgos arqueológicos, como las prendas de ropa de abrigo que llevaban los cuerpos sepultados e incluso frutos silvestres recolectados bajo varias capas de lava, sitúan la fecha de la erupción a mediados de octubre de ese año.

Tuviese lugar en verano o en otoño, ese día en el que una columna de humo se alzó hacia el cielo procedente del monte Vesubio, mientras una lluvia de piedras y cenizas lo oscurecía, los habitantes de Pompeya, Herculano y Estabia, presos del pánico, trataron de huir y encontrar refugio ante la catástrofe que se avecinaba. Herculano sucumbió ante un aluvión de ceniza y lava, y Pompeya y Estabia quedaron bajo los escombros de ceniza, lapilli y trozos de piedra pómez. Los vapores de azufre asfixiaron a muchos de los que no pudieron escapar, quedando petrificados en su última postura en el instante de fallecer. Pocos lograron huir y ponerse a salvo. Durante siglos, las tres ciudades cayeron en el olvido.

Actualmente estos hechos, así como los restos arqueológicos y los cuerpos recuperados de las ruinas son ampliamente conocidos. Pero pocos son conscientes de quién fue su descubridor, el ingeniero militar Roque Joaquín de Alcubierre, nacido en Zaragoza en 1702.

Protegido por el conde de Bureta, ingresó muy joven en el cuerpo de ingenieros militares de la capital aragonesa y en 1738 fue nombrado capitán del cuerpo de ingenieros para ser promovido a ingeniero jefe en 1772 y, solo cinco años más tarde, a mariscal de campo. Falleció en Nápoles en 1780 y es hoy “para la inmensa mayoría de mi gremio y del de restauradores, el padre de la Arqueología, ya que fue el primero en desenterrar una ciudad antigua”, expone Corrado Donati, arqueólogo del Museo Arqueológico Nacional de Nápoles.

Fuente: Travelspot, Pixabay

La inscripción que dio pie al hallazgo de Herculano

Los primeros trabajos de Alcubierre tuvieron lugar en Cataluña y Madrid, trasladándose luego al Sur de Italia para realizar trabajos de prospección en una finca de la localidad de Portici, cercana a Nápoles y propiedad del futuro rey Carlos III de España, quien por aquel entonces era monarca de Nápoles y Sicilia. “Fue precisamente en esos momentos cuando el ingeniero zaragozano pidió permiso al rey para que se le dejase investigar, junto a un par de compañeros, la zona del pozo Nocerino, donde con anterioridad se habían hallado esculturas. Es más, tuvo que insistir fervientemente para poder llevar a cabo una excavación a gran escala, dada la escasez de herramientas y de personal disponible”, expone Michael Longstreem, comisario de Arte Antiguo en el Metropolitan Museum de Nueva York. Hasta ese momento, ese tipo de búsquedas solo tenían como objetivo hacerse con objetos de lujo de civilizaciones anteriores. “Es en ese momento cuando la información del pasado se antepone a los hallazgos lujosos”, concluye Longstreem.

La pista para proceder con la excavación a gran escala fue el descubrimiento, el 11 de diciembre de 1738, de una inscripción epigráfica que permitió identificar la ciudad que se hallaba bajo sus pies: Herculano.

Las excavaciones fueron muy difíciles. La ciudad estaba sepultada bajo una capa solidificada de lava volcánica que, en algunos puntos, había alcanzado los 26 metros de espesor. Pese a ello, se consiguió sacar a la luz el teatro y diversas pinturas murales de algunas viviendas.

A partir de entonces, los hallazgos fueron produciéndose con asiduidad, lo que llevó a Alcubierre a convencer al rey para ampliar el área de excavación. En 1748 comenzaron los trabajos en una zona cercana que, a diferencia de Herculano, no estaba cubierta de lava sino de ceniza solidificadas y pequeñas piedras volcánicas. Aun sin conocer de qué ciudad se trataba, en 1756 ya habían sido recuperadas ochocientas pinturas, trescientas cincuenta estatuas, un número indeterminado de cabezas y bustos, mil vasos, cuarenta candelabros y más de ochocientos manuscritos antiguos.

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Fuente: Rosemaria, Pixabay

Pompeya sale a la luz

No fue hasta 1763 cuando se identificó, por fin, que se trataba de Pompeya. La prueba fue una inscripción en la que figuraba el título oficial de la ciudad, Res Publica Pompeianorum. “Como se dice en italiano, piano a piano si va lontano, y ese es el caso de este ingeniero español y su equipo, que, además de estas tareas, seguían enfrascados en varias construcciones civiles para el rey. Tanto es así que hasta catorce años más tarde no encontraron la prueba de la existencia de Pompeya”, remarca Donati.

Bajo las órdenes de Alcubierre se recuperaron el anfiteatro y la vía de los Sepulcros, los restos de la villa de Cicerón, la finca de Julia Félix, la villa de Diomedes y el templo de Isis, primer santuario egipcio que se pudo contemplar en Europa, entre otras joyas de la Historia que, poco a poco, empezaron a llamar la atención de estudiosos y de algunos adinerados visitantes que acudieron a contemplar los edificios y esculturas, así como los primeros frescos que quedaron a la vista. Sin ellos saberlo, se trataba de los primeros turistas culturales del continente europeo.

En realidad, la ciudad había sido descubierta mucho antes, en el año 1550, por el arquitecto Fontana, cuando intentaba encauzar en un nuevo curso el río Sarno. Pero no se dio importancia a los restos hallados y hasta 150 años después no se intentó desenterrar ambas ciudades, dando por hecho que tanto Pompeya como Herculano eran irrecuperables. Fue la insistencia de Roque Joaquín de Alcubierre la que consiguió que el rey apoyara los trabajos necesarios para devolver la luz a Pompeya.

El arquitecto aragonés trabajó también en el área de Gragnano, descubriendo en 1740 la tercera ciudad destruida por el Vesubio, Estabia. Una vez más, se antepuso el estudio del mundo antiguo, la arqueología, a la búsqueda de tesoros antiguos. Incluso para los viajantes de la época, empezó a resultar sumamente atractivo conocer la vida cotidiana de los romanos mediante unas urbes que durante siglos habían sido sepultadas bajo la lava. Gracias a la difusión de estos hallazgos, hoy conocemos mejor la arquitectura y el urbanismo evolutivo de las antiguas ciudades romanas, sus formas de ocio, sus espacios religiosos, su mobiliario e incluso su alimentación. La calidad de las ruinas descubiertas permitió dar un salto de gigante en cuanto a los conocimientos que se disponían hasta entonces de la Antigüedad.

El legado de Alcubierre

Tras el fallecimiento de Roque Joaquín de Alcubierre, fue su íntimo colaborador, Francisco de la Vega, quien se ocupó de continuar con las excavaciones. Techó construcciones con el objetivo de conservar pinturas y mosaicos y trasladó algunos objetos y frescos al museo que se abrió en el palacio de la localidad de Portici.

Fue también el sucesor de Alcubierre quien, gracias al apoyo de la archiduquesa austríaca María Carolina, hermana de la reina de Francia, Maria Antonieta y, posteriormente, reina consorte y gobernante de facto de Nápoles y más tarde también de Sicilia, puso sobre papel planos de la muralla de Pompeya y de las calles más importantes de la antigua urbe, junto a su Foro.

Los Borbones publicaron las primeras guías de la ciudad, con planimetrías y dibujos, entre las que hay que resaltar la obra de François Mazois, Les ruines de Pompéi. Durante las siguientes décadas, otras ruinas fueron siendo desenterradas, como es el caso de la imponente Casa del Fauno, conocida por albergar el mosaico de la batalla de Issos, que enfrentó a Alejandro Magno y al rey persa Darío o la Casa del Poeta Trágico, de la que destaca en el suelo del vestíbulo el mosaico de un perro encadenado con el aviso Cave Canem (cuidado con el perro), que se ha convertido actualmente en el icono de Pompeya.

 

by Anna Tomàs 

Foto cabecera: Graham-H, Pixabay
Créditos: Historia y Vida – La Vanguardia
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